jueves, 24 de noviembre de 2005

LOS PAÍSES POBRES NO PASAN HAMBRE, SÓLO ESTÁN SUBNUTRIDOS

Los progresos del lenguaje políticamente correcto son maravillosos. La FAO, organización de la ONU para la Alimentación y la Agricultura, ha publicado en fechas recientes un informe sobre el hambre en el mundo.

Lo ha hecho con tal recato, que el trabajo se titula “Situación actual de la seguridad alimentaria” y el problema concreto del hambre se enmascara en un epígrafe relativo a “las tendencias de la subnutrición”. ¡Acabáramos! A partir de ahora, el hambre ha dejado de existir y queda sustituido por el concepto menos impactante de la subnutrición.

Hace ya bastante tiempo que para la ONU no hay países subdesarrollados, sino países en desarrollo, pese a que en algunos de ellos la renta por habitante ande por los suelos y los índices de mortalidad suban hasta las nubes.

El hechizo del verbo es como una enfermedad infecciosa ante la cual los humanos estamos indefensos. Así, ya no se habla de despedir personal, sino de flexibilizar la plantilla. Reajuste de precios significa moverlos al alza. No se vive en la ciudad o el campo, sino en medios urbanos o rurales.

Los negros dejaron de ser negros para devenir hombres de color o, como muchos de los que llegan en pateras a nuestras costas, subsaharianos. Un pobre de solemnidad es un ciudadano económicamente débil. Los viejos son mayores o están en la tercera edad. Las farolas, los bancos de la calle y las papeleras ya no son merecedoras de tales nombres, sino de un impersonal “mobiliario urbano”. La Generalitat de Cataluña luce récords de invención en este arte de lo políticamente correcto y el eufemismo. Baste citar uno. El recreo de los niños en los colegios ha pasado a denominarse “segmento lúdico”.

Las empleadas de hogar relevaron hace mucho tiempo a las criadas, aunque sin duda éstas como aquéllas desempeñan las mismas tareas. Los barrenderos ya no son tales, sino ayudantes técnicos ecológicos. Hablar de interrupción del embarazo es, como señala Julián Marías, una hipocresía. “A este paso, acabaremos llamando a la horca o al garrote vil, mera interrupción de la respiración”.


viernes, 11 de noviembre de 2005

YO SOY CATALAN

Yo soy catalán sí y sólo espero que las cosas vayan bien en todos los aspectos de la vida. Sólo espero (sigo haciéndolo cada día) que el ser humano o lo que queda de él, trabaje por un mundo mejor. Más justo, menos competitivo y excluyente con los que no tuvieron la suerte de nacer en un punto llamémosle rico del planeta.

Para desear lo que acabo de decir, uno puede ser catalán, gallego, croata, venezolano o de ninguna parte. Hay gente que no se siente de ninguna parte. Hoy, he empezado denominándome catalán a causa del enorme e incompresible chaparrón político que se ha desatado sobre nuestras cabezas, cómo si no hubiera temas importantes. Con motivo de la ya famosa propuesta del Estatut (que nadie ha leído), se ha recrudecido y hasta envenenado el eterno debate sobre nuestros DNI, los supuestos sentimientos de patriotismo y ese tipo de cosas que no nos importan a la gente de la calle.

Dado que ésta es una sociedad mediática apabullante, los presuntos periodistas y sus grupos ejercen de jueces en lugar de informadores, predisponen en lugar de servir las noticias. Así es como se oscurece el clima y se cambia la palabra "debate", por "crisis" o "debacle nacional".

La derecha se apunta al carro de la crispación y demuestra que no sabe vivir en la oposición. No tiene ideología. Sólo pretende recuperar el control del "chiringuito". Y, para eso, cuanto más grande e incuestionable sea el "chiringuito" nacional pues mejor. A la derecha le trae al fresco la modernidad y la evolución del estado. Si pudiera, ni se hablaría de eso. Como si callar eliminara el problema.

Los políticos, en general, enfocan los temas con torpeza, se les escapan de las manos y generan la inquietante sensación de que "tenemos un problema". Bueno, pues yo no tengo ni quiero tener problemas de este tipo. Yo exijo que el estado aplique todos sus mecanismos legales y reguladores para eliminar el conflicto de nuestra vida cotidiana. Somos libres. Nos gestionamos así y el miedo, el oscurantismo y los apocalípticos deberían estar prohibidos. Porque no es sano, ni moderno, ni democrático. Todos aquellos, los que sean, que aviven el fuego de la controversia, deberían verse en un espejo y contemplar sus aspectos de hechiceros de la tribu.

Si Catalunya quiere un nuevo estatuto, ¿qué vamos a hacer? Pues lo que dice la ley. Esperar a que el Parlamento español se pronuncie y considerar todas las declaraciones vertidas durante el proceso como un elemento más del juego democrático. De nada sirve juzgarlas por separado. De nada ensalzar a los radicales, ni demonizar a los que discrepan, ni ridiculizar al gobierno.

Bueno, sí. Sirve para cargarse al estado. Aquí, donde yo vivo, nadie quiere ofender a nadie. Nadie quiere enfrentamientos porque las heridas del pasado son demasiado dolorosas como para desear reabrirlas.

¿Unidad Nacional? Estaremos unidos si respetamos nuestras diferencias e identidades, conservadas con esfuerzo y alguna tragedia a través de los siglos. Si nos sentamos en una mesa a construir la España del siglo XXI, conseguiremos erradicar esa sensación de pantano agrietado que amenaza con llevarse por delante tantos años de poso común.

Los tiempos cambian y los pueblos que conforman el Estado español son más listos, avanzados y orgullosos. ¿Que hay de malo en eso? El orgullo sumado nos hará más fuertes. Nos plantará ante Europa como un pulpo de tentáculos rápidos y musculosos y no como un cangrejo con boina que camina hacia atrás y no ve el progreso aunque lo tenga delante de sus narices.

Soy catalán. Mis padres emigraron desde Andalucía tras una guerra fraticida. Mi jefe es italiano y vive en Madrid. Uno de mis mejores amigos es de Chamberí. Su hija nació en China. Mis parientes se reparten por Valencia, Murcia y Galicia. Mi compañera de trabajo nació en New York. Toda esa gente, ahora y aquí, pedimos políticos a la altura de las circunstancias que negocien nuestro futuro con sentido común y profesionalidad.

Andreu Buenafuente, Noviembre 2005